Creo sinceramente que tener
frenemigos es tan valioso como tener amigos, y en ciertos momentos de la vida,
lo es aún más. ¿Por qué es tan
importante tenerlos? Porque su influencia cáustica nos señala las grietas que quebrantan nuestra competencia, como el alcohol sanitizante que nos revela la punzada de una cortadura mínima
al desinfectarnos las manos.
Debemos
aprender a diferenciar un frenemigo de otras cosas, y como es común, es más
fácil definir qué no es. Primero, no se trata de un amigo que nos maltrata
juguetonamente, con quien podemos intercambiar risas entre insultos y albures.
Luego, tampoco se trata de un amigo falso, que detrás de una máscara finge
estar en nuestra esquina para luego negligirnos o, como decimos los
barriobajeros, “dejarnos morir”. Pero lo más crucial es no confundir al
frenemigo con un enemigo de verdad, pues el enemigo es quien se cuadra siempre
en el lado contrario al nuestro, nos alberga mala voluntad y, ante la ausencia
de represalias, puede ocasionarnos dificultades hiperbólicas para dañarnos irrevocablemente,
e inclusive facilitar las condiciones de nuestro deceso si las circunstancias
le aseguran que no habrá castigo por su crimen.
Nos
queda entonces por descartes lo que es el frenemigo: alguien quien debe tolerar
nuestra cercanía aunque no le agrademos, y que frente a la inevitabilidad de su
disgusto por nuestra existencia, decide que debe hacernos entender que nos
detesta, en ritmo constante, como un semáforo que se pone en rojo cada vez que
cumple su ciclo. La proximidad que les condena a presenciarnos es con
frecuencia una expresión de sus propios defectos: pobreza que les obliga a
trabajar en la misma oficina que nosotros, están atrapados en alguna relación
sin amor con alguien de nuestro grupo de amigos, o son prisioneros de
condiciones extraordinarias a las que fueron reclutados a la fuerza por la vida
al mismo tiempo que nosotros, y el simple hecho de que tengamos rostro nos
vuelve el espejo en el que odian verse reflejados.
En mi
experiencia, lo que verdaderamente detesta el frenemigo es la circunstancia
ineludible que lo iguala a nosotros, pero su primitiva inteligencia emocional
le lleva a concluir el absurdo de que atormentarnos es su panacea, que el
sufrimiento superficial que nos ocasiona servirá como alivio de la profundidad
del suyo.
Cada
intercambio lo mira como una oportunidad para enunciar de nuevo su propósito, y
en ocasión puede ser entretenido procurar su compañía sólo para ver cómo se las
ingeniará para torcer el curso de la conversación y señalar alguna de nuestras
faltas, como un anti-piropo que improvisa con la espontaneidad que únicamente
el odio irracional pero comedido puede otorgar.
Si el
vínculo que les obliga a ser testigos de nuestra supervivencia dura lo
suficiente, algo extraño sucede: al pensar en ellos sentimos algo parecido a la
lealtad, pero distinto, un sentimiento de garantía, de presencia, de que uno
puede contar con su servicio para resaltar nuestros límites y motivarnos a
superarlos. Y además, que quede claro, no es intencional su aptitud para
invitarnos a mejorar, sino que de tanto escuchar el tono sarcástico de las
preguntas retóricas con las que nos increpa por funcionar dentro del rango
normal y aceptado, nos lleva a reflexionar y preguntarnos si de verdad es este
el mejor fruto que podemos cosechar, nos conduce a cuestionar cuántas creencias
cargamos con convicción cándida que ya cortadas cultivarían crecimientos
conscientes y colosales. La anáfora de su fastidio desencadena la aliteración
de los miedos internos que nos mantienen mediocres, y el esfuerzo sobrehumano
de contradecirlos nos empuja a hipertrofiar nuestra idoneidad. La lucha por
superar su hostigamiento nos fortalece el ingenio, como mariposas que se
defienden de su propio capullo para que sus alas sean después capaces de soportar su
vuelo.
Allí
donde el enemigo es un escalón sobre el cual se debe pisar firme y sin titubeo
para superar las trampas que su psicopatía produce, el frenemigo es más como un
pasamanos, un riel fiel del cual podemos sostenernos para entender la magnitud
del ángulo en la subida. Un enemigo es un completo canalla, pero el frenemigo es sólo un necio de capirote.
Eso sí,
nunca debe uno deteriorarse tanto que termine siendo el frenemigo de alguien
más; es imprescindible ver que somos responsables de nuestra vida, y
recriminarle a quien nunca nos ha dañado es una bobería inaceptable.
Pero agradezcamos a los frenemigos su servidumbre oscura, que son canarios en los túneles para los que ya somos muy grandes, y nos avisan cuando ya merecemos, y necesitamos, salir.