Sunday, October 20, 2024

Cantiga del Frenemigo

Creo sinceramente que tener frenemigos es tan valioso como tener amigos, y en ciertos momentos de la vida, lo es aún más. ¿Por qué es tan importante tenerlos? Porque su influencia cáustica nos señala las grietas que quebrantan nuestra competencia, como el alcohol sanitizante que nos revela la punzada de una cortadura mínima al desinfectarnos las manos.

Debemos aprender a diferenciar un frenemigo de otras cosas, y como es común, es más fácil definir qué no es. Primero, no se trata de un amigo que nos maltrata juguetonamente, con quien podemos intercambiar risas entre insultos y albures. Luego, tampoco se trata de un amigo falso, que detrás de una máscara finge estar en nuestra esquina para luego negligirnos o, como decimos los barriobajeros, “dejarnos morir”. Pero lo más crucial es no confundir al frenemigo con un enemigo de verdad, pues el enemigo es quien se cuadra siempre en el lado contrario al nuestro, nos alberga mala voluntad y, ante la ausencia de represalias, puede ocasionarnos dificultades hiperbólicas para dañarnos irrevocablemente, e inclusive facilitar las condiciones de nuestro deceso si las circunstancias le aseguran que no habrá castigo por su crimen.

Nos queda entonces por descartes lo que es el frenemigo: alguien quien debe tolerar nuestra cercanía aunque no le agrademos, y que frente a la inevitabilidad de su disgusto por nuestra existencia, decide que debe hacernos entender que nos detesta, en ritmo constante, como un semáforo que se pone en rojo cada vez que cumple su ciclo. La proximidad que les condena a presenciarnos es con frecuencia una expresión de sus propios defectos: pobreza que les obliga a trabajar en la misma oficina que nosotros, están atrapados en alguna relación sin amor con alguien de nuestro grupo de amigos, o son prisioneros de condiciones extraordinarias a las que fueron reclutados a la fuerza por la vida al mismo tiempo que nosotros, y el simple hecho de que tengamos rostro nos vuelve el espejo en el que odian verse reflejados.

En mi experiencia, lo que verdaderamente detesta el frenemigo es la circunstancia ineludible que lo iguala a nosotros, pero su primitiva inteligencia emocional le lleva a concluir el absurdo de que atormentarnos es su panacea, que el sufrimiento superficial que nos ocasiona servirá como alivio de la profundidad del suyo.

Cada intercambio lo mira como una oportunidad para enunciar de nuevo su propósito, y en ocasión puede ser entretenido procurar su compañía sólo para ver cómo se las ingeniará para torcer el curso de la conversación y señalar alguna de nuestras faltas, como un anti-piropo que improvisa con la espontaneidad que únicamente el odio irracional pero comedido puede otorgar.

Si el vínculo que les obliga a ser testigos de nuestra supervivencia dura lo suficiente, algo extraño sucede: al pensar en ellos sentimos algo parecido a la lealtad, pero distinto, un sentimiento de garantía, de presencia, de que uno puede contar con su servicio para resaltar nuestros límites y motivarnos a superarlos. Y además, que quede claro, no es intencional su aptitud para invitarnos a mejorar, sino que de tanto escuchar el tono sarcástico de las preguntas retóricas con las que nos increpa por funcionar dentro del rango normal y aceptado, nos lleva a reflexionar y preguntarnos si de verdad es este el mejor fruto que podemos cosechar, nos conduce a cuestionar cuántas creencias cargamos con convicción cándida que ya cortadas cultivarían crecimientos conscientes y colosales. La anáfora de su fastidio desencadena la aliteración de los miedos internos que nos mantienen mediocres, y el esfuerzo sobrehumano de contradecirlos nos empuja a hipertrofiar nuestra idoneidad. La lucha por superar su hostigamiento nos fortalece el ingenio, como mariposas que se defienden de su propio capullo para que sus alas sean después capaces de soportar su vuelo.

Allí donde el enemigo es un escalón sobre el cual se debe pisar firme y sin titubeo para superar las trampas que su psicopatía produce, el frenemigo es más como un pasamanos, un riel fiel del cual podemos sostenernos para entender la magnitud del ángulo en la subida. Un enemigo es un completo canalla, pero el frenemigo es sólo un necio de capirote.

Eso sí, nunca debe uno deteriorarse tanto que termine siendo el frenemigo de alguien más; es imprescindible ver que somos responsables de nuestra vida, y recriminarle a quien nunca nos ha dañado es una bobería inaceptable.

Pero agradezcamos a los frenemigos su servidumbre oscura, que son canarios en los túneles para los que ya somos muy grandes, y nos avisan cuando ya merecemos, y necesitamos, salir.

Saturday, October 5, 2024

De la vejez y la obsolescencia (2022)

En su novela corta “Profesión” (1957), Isaac Asimov presenta una distopía donde la gente es programada sin esfuerzo y, sobre todo, de manera obligatoria, con todas las destrezas y conocimientos necesarios para desempeñar sus ocupaciones; el héroe de la historia es alguien que, ante la falta de oportunidades para dicha formación automática, decide cometer el exabrupto impensable de estudiar y prepararse para el examen. La moraleja explícita del relato es que vale la pena superarse a sí mismo, y que, por lo general, las herramientas para esta superación se consiguen en la educación, en la ciencia, en los libros.

La primera vez que leí ese texto me sentí fácilmente identificado con Platen, el programador frustrado cuyos sueños resultan demasiado pequeños para sus capacidades reales, en especial por su cándida confianza adolescente en la validez del paradigma propuesto: si te esfuerzas mucho y estudias sin descanso, sin mirar para los lados, tendrás la recompensa de un trabajo satisfactorio y ganarás un sueldo que alcanzará para cubrir tus necesidades. Pero ahora, ya adulto, después de adquirir experiencia suficiente, me resulta más fácil identificarme con Treveyan, el vecino y rival que se enfrenta con la realidad súbita de que, a pesar de haber seguido todos los procedimientos y cumplido todos los requisitos, el conjunto de habilidades y conocimientos que tiene pertenecen a una época pasada, muy reciente, pero muy inválida ya.

La vigencia de mi utilidad se ha ido extinguiendo con un paso sostenido que no admite taima. Como Treveyan, seguí las reglas con las cuales me garantizaban –maestros, padres, gente mayor en general—un éxito duradero en el cual no tendría que sentir incertidumbre acerca de mi papel en el mundo, un final feliz de cuentos de hadas en el que la esfinge nunca preguntaría nada para lo cual no tuviese respuesta. Porque, al fin y al cabo, cada vez que uno sale a trabajar está respondiendo esa pregunta ominosa con la que cada adulto nos interroga apenas logramos entenderles: ¿Qué vas a hacer cuándo seas grande? Y es que, ahora que lo releo, creo que la semilla de la ansiedad que tortura al Treveyan dentro de mi pecho es la desafortunada homofonía entre ‘hacer’ y ‘a ser’.

Lo que voy a hacer es mucho más fácil de imaginar que lo que voy a ser. Porque lo que hago está mayormente bajo mi control, está sujeto a mi voluntad, tengo derecho a elegir las actividades que realizo. Pero lo que soy… lo que soy no lo decido yo. Lo que soy es una amalgama de cualidades que otras personas me atribuyen, basándose en mis actos, claro está, pero también en mis palabras y en las circunstancias que nos rodean y en las sensaciones corporales que sienten mientras la vida les pasa conmigo en la periferia. En el mejor de los casos, soy el promedio de las creencias y recuerdos que los demás tienen sobre mí. Entonces, a las puertas de mi laberinto, el monstruo quimérico no me pregunta cuántas patas tiene un animal en la mañana y en la noche, sino que me recibe con un espejo que me muestra que en el espacio existencial que yo ocupo, a fin de cuentas, no hay nada.

Hace año y medio comencé a aceptar mi envejecimiento: meses de conferencias en línea sentado frente a la computadora me revelaron debilidades en la espalda baja y en la jaula de las emociones. Mi deterioro físico y mental fue rápido y desesperante. He pasado semanas en las que no he logrado producir nada creativo porque el combo –à la Mortal Kombat—de un ataque de ansiedad despersonalizante y la incapacidad de moverme sin que un relámpago de dolor se me ramifique desde la columna lumbar hasta las costillas me impide hacer nada de servicio para la humanidad.

Estoy programado para caminar por avenidas bulliciosas y viajar en trenes subterráneos, para esquivar mototaxis y llegar temprano a la escuela y recibir a mis niños y pasar lista y enseñarles a resolver ecuaciones y a atarse los cordones de los zapatos y a recitar a Bécquer y su himno gigante y extraño y a cantar Amparito y la capital de Cojedes y estoy llorando mientras escribo esta vaina porque me estoy dando cuenta de que mi alma sigue insistiendo en vivir en Caracas, pero una Caracas que existió sólo entre 1998 y 2016 y se desmoronó bajo mis pies y me dejó sin hogar, sin referente, obsoleto.

Lo que yo iba a hacer, y lo que iba a ser, todo, se construyó, automáticamente y de manera obligatoria, sin esfuerzo, alrededor de Caracas como mi casa grande, hermosa, inmunda, gloriosa. Cada paso que dimos iba sintiendo la resonancia de los túneles del Metro vibrando bajo nosotros. Cada amigo, conocido y por conocer, cada novia, cada fracaso y cada victoria, estaban mapeados como un zodíaco epistémico que sólo tenía sentido en el ritmo de un latido que sonaba entre Petare y Caricuao, desde El Valle hasta El Hatillo.

Y es que Caracas, en el sentido del lugar que ocupa espacio en el mapa, sigue estando en el mismo sitio, pero esa ciudad de relojería escandalosa para la cual hacía falta la tuerca del conjunto de cosas que otros creen que yo soy no existe ya. No tenía derecho a existir por tanto tiempo. Cuando visité países vecinos y constaté el paso del ahora, noté diferencias abismales que me anunciaban su agonía: autobuses más modernos que los nuestros ya estaban prontos a ser desechados, un enjambre de muchachos con peinados diagonales dando vueltas en monopatines que para mi eran cosa de ciencia ficción, y profesionales con mirada segura, gente con oficios que tenían sentido en el organismo de sus ciudades, sin el nistagmo fugaz y tentativo de nosotros los sobrevivientes de la espantosa eficiencia procústica del narco-comunismo, ellos tenían ojos con la certidumbre de quien se sabe necesario.

He hablado con gente de más edad y más inteligencia que yo y me aseguran que no estoy viejo. Trato de ser terco y aferrarme a mi duelo por la juventud, pero la realidad les da la razón a ellos, me contradice y me acusa de exagerado, payaso, farandulero. Así me he dado cuenta de que lo que estoy es obsoleto, lo que hago es obsoleto, lo que siento es obsoleto, lo que soy es obsoleto. No vejez, sino obsolescencia.

Hace once meses estuve a punto de abrir la jaula del pecho para dejar volar las guacharacas, guacamayas y zamuros que me habitan, pero, afortunadamente, gracias a Maria Lionza, quizá, me topé con una cita de Cervantes que había memorizado y olvidado hacía mucho: “Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro si no hace más que otro”. Cerré la jaula y permití que las guacamayas y las guacharacas picotearan a los zamuros para callarlos. Y me di cuenta que no estoy obligado a seguir siendo eso de mí que es obsoleto ya, y que para ser más que ese otro que ya no tiene sentido sólo debo hacer más que él, y ganarme otra vez el sitio en el vagón apretujado de este tren de la existencia.