En su novela corta “Profesión” (1957), Isaac Asimov presenta una distopía donde la gente es programada sin esfuerzo y, sobre todo, de manera obligatoria, con todas las destrezas y conocimientos necesarios para desempeñar sus ocupaciones; el héroe de la historia es alguien que, ante la falta de oportunidades para dicha formación automática, decide cometer el exabrupto impensable de estudiar y prepararse para el examen. La moraleja explícita del relato es que vale la pena superarse a sí mismo, y que, por lo general, las herramientas para esta superación se consiguen en la educación, en la ciencia, en los libros.
La primera vez que leí ese texto me sentí fácilmente identificado con Platen, el programador frustrado cuyos sueños resultan demasiado pequeños para sus capacidades reales, en especial por su cándida confianza adolescente en la validez del paradigma propuesto: si te esfuerzas mucho y estudias sin descanso, sin mirar para los lados, tendrás la recompensa de un trabajo satisfactorio y ganarás un sueldo que alcanzará para cubrir tus necesidades. Pero ahora, ya adulto, después de adquirir experiencia suficiente, me resulta más fácil identificarme con Treveyan, el vecino y rival que se enfrenta con la realidad súbita de que, a pesar de haber seguido todos los procedimientos y cumplido todos los requisitos, el conjunto de habilidades y conocimientos que tiene pertenecen a una época pasada, muy reciente, pero muy inválida ya.
La vigencia de mi utilidad se ha ido extinguiendo con un paso sostenido que no admite taima. Como Treveyan, seguí las reglas con las cuales me garantizaban –maestros, padres, gente mayor en general—un éxito duradero en el cual no tendría que sentir incertidumbre acerca de mi papel en el mundo, un final feliz de cuentos de hadas en el que la esfinge nunca preguntaría nada para lo cual no tuviese respuesta. Porque, al fin y al cabo, cada vez que uno sale a trabajar está respondiendo esa pregunta ominosa con la que cada adulto nos interroga apenas logramos entenderles: ¿Qué vas a hacer cuándo seas grande? Y es que, ahora que lo releo, creo que la semilla de la ansiedad que tortura al Treveyan dentro de mi pecho es la desafortunada homofonía entre ‘hacer’ y ‘a ser’.
Lo que voy a hacer es mucho más fácil de imaginar que lo que voy a ser. Porque lo que hago está mayormente bajo mi control, está sujeto a mi voluntad, tengo derecho a elegir las actividades que realizo. Pero lo que soy… lo que soy no lo decido yo. Lo que soy es una amalgama de cualidades que otras personas me atribuyen, basándose en mis actos, claro está, pero también en mis palabras y en las circunstancias que nos rodean y en las sensaciones corporales que sienten mientras la vida les pasa conmigo en la periferia. En el mejor de los casos, soy el promedio de las creencias y recuerdos que los demás tienen sobre mí. Entonces, a las puertas de mi laberinto, el monstruo quimérico no me pregunta cuántas patas tiene un animal en la mañana y en la noche, sino que me recibe con un espejo que me muestra que en el espacio existencial que yo ocupo, a fin de cuentas, no hay nada.
Hace año y medio comencé a aceptar mi envejecimiento: meses de conferencias en línea sentado frente a la computadora me revelaron debilidades en la espalda baja y en la jaula de las emociones. Mi deterioro físico y mental fue rápido y desesperante. He pasado semanas en las que no he logrado producir nada creativo porque el combo –à la Mortal Kombat—de un ataque de ansiedad despersonalizante y la incapacidad de moverme sin que un relámpago de dolor se me ramifique desde la columna lumbar hasta las costillas me impide hacer nada de servicio para la humanidad.
Estoy programado para caminar por avenidas bulliciosas y viajar en trenes subterráneos, para esquivar mototaxis y llegar temprano a la escuela y recibir a mis niños y pasar lista y enseñarles a resolver ecuaciones y a atarse los cordones de los zapatos y a recitar a Bécquer y su himno gigante y extraño y a cantar Amparito y la capital de Cojedes y estoy llorando mientras escribo esta vaina porque me estoy dando cuenta de que mi alma sigue insistiendo en vivir en Caracas, pero una Caracas que existió sólo entre 1998 y 2016 y se desmoronó bajo mis pies y me dejó sin hogar, sin referente, obsoleto.
Lo que yo iba a hacer, y lo que iba a ser, todo, se construyó, automáticamente y de manera obligatoria, sin esfuerzo, alrededor de Caracas como mi casa grande, hermosa, inmunda, gloriosa. Cada paso que dimos iba sintiendo la resonancia de los túneles del Metro vibrando bajo nosotros. Cada amigo, conocido y por conocer, cada novia, cada fracaso y cada victoria, estaban mapeados como un zodíaco epistémico que sólo tenía sentido en el ritmo de un latido que sonaba entre Petare y Caricuao, desde El Valle hasta El Hatillo.
Y es que Caracas, en el sentido del lugar que ocupa espacio en el mapa, sigue estando en el mismo sitio, pero esa ciudad de relojería escandalosa para la cual hacía falta la tuerca del conjunto de cosas que otros creen que yo soy no existe ya. No tenía derecho a existir por tanto tiempo. Cuando visité países vecinos y constaté el paso del ahora, noté diferencias abismales que me anunciaban su agonía: autobuses más modernos que los nuestros ya estaban prontos a ser desechados, un enjambre de muchachos con peinados diagonales dando vueltas en monopatines que para mi eran cosa de ciencia ficción, y profesionales con mirada segura, gente con oficios que tenían sentido en el organismo de sus ciudades, sin el nistagmo fugaz y tentativo de nosotros los sobrevivientes de la espantosa eficiencia procústica del narco-comunismo, ellos tenían ojos con la certidumbre de quien se sabe necesario.
He hablado con gente de más edad y más inteligencia que yo y me aseguran que no estoy viejo. Trato de ser terco y aferrarme a mi duelo por la juventud, pero la realidad les da la razón a ellos, me contradice y me acusa de exagerado, payaso, farandulero. Así me he dado cuenta de que lo que estoy es obsoleto, lo que hago es obsoleto, lo que siento es obsoleto, lo que soy es obsoleto. No vejez, sino obsolescencia.
Hace once meses estuve a punto de abrir la jaula del pecho para dejar volar las guacharacas, guacamayas y zamuros que me habitan, pero, afortunadamente, gracias a Maria Lionza, quizá, me topé con una cita de Cervantes que había memorizado y olvidado hacía mucho: “Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro si no hace más que otro”. Cerré la jaula y permití que las guacamayas y las guacharacas picotearan a los zamuros para callarlos. Y me di cuenta que no estoy obligado a seguir siendo eso de mí que es obsoleto ya, y que para ser más que ese otro que ya no tiene sentido sólo debo hacer más que él, y ganarme otra vez el sitio en el vagón apretujado de este tren de la existencia.
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