Saturday, November 16, 2024

Heterónimo mío: el apócrifo como pesticida del sosias


O homem não deve poder ver a sua própria cara. Isso é o que há de mais terrível. A Natureza deu-lhe o dom de não a poder ver, assim como de não poder fitar os seus próprios olhos.

Só na água dos rios e dos lagos ele podia fitar seu rosto. E a postura, mesmo, que tinha de tomar, era simbólica. Tinha de se curvar, de se baixar para cometer a ignomínia de se ver.

O criador do espelho envenenou a alma humana.”

Bernardo Soares Fernando Pessoa


Seguimos el rastro mutuo de nuestra esencia, a tientas, como hormigas que navegan por túneles sombríos, tanto obreras como reinas, en la comunidad forzada de nuestras vidas públicas enmarañadas entre sí por la obligatoriedad de participar en los enredos sociales de la internet. Lo que comenzamos hace casi veinte años mediante conversaciones voluntarias en servicios como ICQ y MSN Messenger era muy distinto a lo que existe ahora; en aquel entonces expandíamos nuestra interacción con conocidos y amistades más allá de las limitaciones naturales del tiempo que podíamos pasar juntos y los espacios reales donde estudiábamos o trabajábamos. Y también expandíamos, de manera mucho más importante, nuestra propia persona, la sensación de ser alguien, de tener una opinión; ampliábamos el ámbito de nuestro carácter allende la lentitud del mundo analógico donde vivíamos. Hoy, en cambio, la destilación digital de la comunicación ha devaluado su atractivo por su exorbitante demasía; fuimos cautivados y fuimos mucho más, pero cuando fuimos demasiados, nos fuimos.

Seguimos el rastro mutuo de nuestras adulteces como abejas que les cuentan a sus semejantes dónde están y cuánto polen tienen las flores usando coreografías trigonométricas bajo el sol: fotografiamos ascensos, paseos, regalos, celebraciones, caminatas placenteras, carreras de 5k, encuentros con familiares, travesuras de mascotas, comidas, vestimentas, nos notificamos con meticuloso rigor qué hacíamos, cuándo lo hacíamos, y cuáles trofeos obtuvimos, hasta que el hartazgo nos drenó el entusiasmo por saber tanto de tanta gente. Asistimos a la apertura de una galería inaudita y satisficimos curiosidades, agotamos voyeurismos y nos cansamos de vivir a la expectativa de lo que el otro exhibía, y nos aburrimos, y nos fuimos.

Pero hubo quien no pudo. Algunos se sintieron disminuidos por la buena fortuna ajena, permitieron que la envidia los transformara en ecos sin resonancia propia, y dejaron de ser o estar, empecinados ahora en sólo parecer.

Seguimos el rastro mutuo de nuestras instituciones como bandadas de estorninos cuyas travesías son muy largas para volarlas solos; nos convencemos de que llegaremos más lejos y más rápido si seguimos el consenso de la ola, aceptamos las nuevas identificaciones biométricas, los trámites sin papel, los sufragios exclusivamente computarizados, las radiografías de tórax sin placa de acetato, la atrofia del alfabetismo bajo el dominio del autocorrector T9 y sus sucedáneos. De repente dejamos de ser quienes decidimos cómo pasamos el tiempo y qué consideramos importante. Dejamos de estar en la posición del espectador. De la noche a la mañana, ahora estamos prisioneros en la vitrina mientras las corporaciones compran a mano llena nuestros nombres para vendernos comodidades innecesarias que no podremos resistir, como gansos entubados con embudos azucarados para cultivar nuestros hígados en un foie gras decadente de mercadeo ubicuo e irrestricto. Cuando quisimos irnos, no pudimos.

Fue entonces cuando los que no pudieron sacarse la idea de parecerse sin esforzarse comenzaron a organizarse. Aprendieron a simular nuestro semblante, como las avispas que se mimetizan con las hormigas o las abejas que quieren depredar, como los breves espejismos reflejados en ventanas que los estorninos asumen como el cielo abierto antes de chocar contra los vidrios y romperse las alas. Nos investigan para remedarnos y robar lo que tenemos en aquellas instituciones que compraron nuestros nombres; no hace falta que sean nosotros, les basta con llegar a parecerlo. Sosias, el doble delictivo, el eco perverso.

¿Cómo se disfraza de gente el sosias? Detrás de una oferta nebulosa, demasiado buena para ser verdad, que pide que enviemos datos personales, licencias de conducir, pasaportes y demás; un mensaje de correo electrónico de un supuesto banco que instruye que usemos su vínculo tóxico para completar alguna transacción; una estación para cargar la batería del celular en un aeropuerto, con cables incluidos; una red de wifi pública y gratuita hecha con routers viejos y manipulados; códigos QR venenosos; filtros divertidos para selfies; pero también con métodos menos sofisticados, utilizando las fotografías y estados que hemos acumulado por años en redes sociales –enredos sociales–, emparchando un perfil mediocre pero verosímil que les permita hacerse pasar por sus víctimas el tiempo suficiente para esparcir la ruina en nombre de su apetito maquiavélico.

Porque, además, es imposible que el retorno de su inversión sea rentable, es una maldad vacía de sentido, no hay excusa cuantificable, su dedicación a la posibilidad de lograr duplicarnos es algo que hacen por puro amor a la miseria, el botín que cobran viene, no en dólares ni en pesos, sino en una divisa de angustia y desesperación. Son los estafadores parásitos de la peor índole.

¿Cómo remediar el remedo? Cuando Plauto escribió la tragicomedia de Anfitrión, el pobre esclavo Sosias no logra defenderse del ataque de Mercurio, quien lo ha duplicado a la perfección para ayudar a Júpiter a cometer su crimen. Desde su punto de vista, el dios de los pies alados le ha ganado a fuerza de puñetazos, pero es precisamente por sus múltiples personas, y no por medio de la violencia, que ha logrado derrotarlo. Cuando se justifica ante su jefe, Sosias narra cómo había sido superado por la intransigencia de su doble, que había sido tan tenaz en su insistencia de que era él el verdadero que termina por hacerle dudar de quién era él en realidad. Y aquí es donde yace el poder del sosias pospandémico, en hacernos flaquear en nuestra convicción de ser y estar en control de nuestra individualidad y nuestra identidad. 

Ahora, si pensamos en cómo triunfar contra ese doble contemporáneo, ese estafador que busca suplantarnos ante los bancos y otras entidades financieras para despojarnos de los ahorros y deshumanizarnos en el proceso, la estrategia a seguir debe ser la de Mercurio: insistir en ser más, rebasar la unicidad de nuestra persona y atrevernos a ser legión.

Fernando Pessoa, magnífico poeta portugués, escribió desde la postura de heterónimos, autores-personajes que construyó con bastante filigrana y constituyó como seres independientes entre sí y autónomos frente a él mismo, cada uno con sus propios cuerpos de trabajo, sus propias biografías, y con sus estilos definidos y propísimos. Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Álvaro de Campos, y muchos más, cada uno una persona distinta creada por Pessoa para expresar otro aspecto de sí mismo.

Antonio Machado, genio español, llamó a los suyos apócrifos, y a través de Juan de Mairena consiguió armar un estilo cuyo lenguaje le permitió trascender los límites wittgensteinianos de su existencia y su filosofía.

Kierkegaard, iluminado danés, también los tuvo, pero entre seudónimos y heterónimos no nos deja elegir entre lo uno y lo otro.

Lo cierto es que así como hace un siglo y pico estos poetas y filósofos sintieron el impulso mercurial de propagar sus identidades en una miríada de aspectos independientes, rebelándose ante los devenires pesimistas de sus mundos tan cambiantes, tan militaristas, tan fascistas, tan coloniales, sus mundos tan convencidos de que sólo la experiencia individual valía, del mismo modo podemos nosotros exceder las fronteras del callejón sin salida en el cual busca acorralarnos el sosias. Allí donde sus trampas retorcidas intenten encerrarnos en una celda virtual de decepción e indefensión, que nos rescaten nuestros esfuerzos por ser más de lo que puede caber entre el escaso espacio de su cráneo grueso. Que nos rescaten nuestros dibujos y acuarelas, nuestros círculos de lectura, nuestros conciertos amateur, nuestros recitales de poesía urbana y nuestras cerámicas imperfectas, que nos salven nuestros artefactos creativos y que la humillación del doble nos la sublime nuestro afán por crear bondades y contribuir más de lo que consumimos.

La victoria contra el doble mórbido que busca desfalcarnos va más allá de impedir la estafa. La verdadera derrota del sosias es nuestra vida tranquila e impertérrita; pero como no siempre hay camino, debemos hacerlo al andar, al crear, al escribir, al cantar, al gozar de la vida como autores de nuevas maneras de ser y sentir y desafiar.

Hay mecanismos legales para recuperar el dinero perdido entre las pezuñas del sosias, para no tener que emplear la otra estrategia de Mercurio, a saber: cagarlo a piñas. Toma tiempo, dinero y paciencia, pero la reivindicación financiera y jurídica existe a fin de cuentas. No obstante, la pérdida inabarcable que se sufre al ser estafado es la de nuestra estima, porque después de que nos roban lo arduamente trabajado, lo que nos queda es la vergüenza de mirarnos otra vez al espejo.

Que nos rescaten entonces las versiones de nosotros mismos que manifiestan nuevos ámbitos para sobrevivir. Que cuando dediquemos labor y cuidado a algún hábito creativo, diversifiquemos el riesgo de inversión de nuestra estima como personas, es decir, que en lugar de fragmentarnos con propósitos solamente productivos, generemos nuevas instancias desde las cuales devengar el dividendo de la individualidad, y establezcamos así nuevas reservas para almacenar nuestra seguridad propia, esa certidumbre de ser competentes como los propietarios titulares de nuestra humanidad.

Pintemos a la vez que imaginamos un pintor que mira a través de nuestros ojos combinaciones de colores que no han existido nunca. Escribamos, narrando desde la postura de un autor que no existe pero que usa nuestras manos para teclear sus palabras. Bailemos, moviéndonos con los vaivenes de alguien que usa nuestros pies y nuestra cintura y que se crea a sí mismo con cada nuevo paso que da al ritmo de una música que nunca hayamos escuchado. 

Seamos más de lo que somos, siendo quienes nunca habíamos sido. Construyamos personas-refugio que sirvan de fuente para atributos hermosos que el sosias jamás pueda presenciar, que no los pueda envidiar, que no pueda entenderlos ni saber cómo robarlos.

Sigamos el rastro mutuo de nuestras múltiples advocaciones apócrifas como cardúmenes de tiburones que nadan entre enjambres de medusas, como corales donde meriendan manadas de ballenas. Seamos tanto y tantos que cuando el sosias venga a cazarnos, no nos consiga, porque ya no estemos donde estuvimos, porque ya no somos lo que fuimos.

Sunday, November 3, 2024

El pato, la garza y el sinsonte

Una mañana de octubre de 2018, un pato volaba persiguiéndome y graznando a todo gañote por la Avenida Midshipman en Grand Bahama, frenético de la ira, batiendo sus alas con violencia desaforada, mientras yo huía de su furia emplumada con tanta velocidad como mis piernas me lo permitían. A medida que mis pies chocaban sin pausa contra el pavimento, cada paso más apurado y torpe que el anterior, de mi propia garganta brotaba una carcajada espontánea de incredulidad y la risa me energizaba como hacía meses no lo sentía. Después de casi medio kilómetro el pato estuvo satisfecho con mi distancia, y yo pude por fin respirar y terminar de reírme de mí mismo.

Había salido de mi casa para trotar antes de ir a trabajar en una escuela donde recién había empezado a enseñar. El encuentro con el pato iracundo sucedió por coincidencia cuando ya estaba terminando el recorrido, a pocos metros de la esquina que conduce a la Playa Taíno. El pato se zarandeaba apremiado en la acera, y me hizo gracia que parecía estar ejercitándose como yo, para perder unos kilos. Tal vez sintió mi mirada y se avergonzó, o tal vez ver un gordo gigante trotando detrás de él antes de la salida del sol lo asustó; lo cierto es que me dejó saber su rabia con todos los graznidos que su pico podía proferir.

Me reía porque era una escena muy cómica, pero también por el alivio de que ahora corría de un ave hermosa con plumaje suave y esponjado, a diferencia de un año y dos meses antes, cuando tenía que correr a la misma velocidad, día tras día, huyendo de los esbirros que reprimían las protestas y disparaban a mansalva entre nubarrones de gas asfixiante y asqueroso; en aquella época, salir del trabajo para llegar a casa era no saber si uno terminaría vivo la jornada, y también era entender que al día siguiente tocaría repetir la rutina sólo para poder apenas llevar alimento al hogar.

Ahora estaba viviendo en una isla de belleza increíble, donde la gente era gentil, el clima era siempre cálido, y el aire era excepcionalmente limpio. El nombre de la ciudad, Freeport, tenía sentido desde que se respiraba su brisa por primera vez: olía a playa, a sol caliente, a sueños posibles, y a libertad.

Era la primera vez que veía un pato tan de cerca. Aquí la naturaleza en general estaba más próxima a uno: bajo el cielo azul se desplegaba un mar más azul todavía, amplio y tranquilo, y todas las tardes al llegar del trabajo, al recostarme, escuchaba el canto de pajaritos hasta quedarme dormido, ya bien avanzada la noche. Los escuchaba también cuando me despertaba en la madrugada, y llegué a encariñarme con todas sus canciones. Sólo temía el graznido del pato furibundo, cuya voz disonante y seca reconocía a cuadras de distancia.

Un año después, el cielo se puso del color del plomo, y las aves fueron las primeras en avisar, con su fuga unánime, la gravedad de lo que se venía. Un huracán de fuerza insospechada, y que, refutando todo pronóstico, se ensañó por dos días seguidos con la isla con una alevosía cruel y excesiva. Después, por semanas y semanas, el silencio era lo único que acompañaba al sol desde que salía hasta el atardecer.

Conseguir agua potable era lo más difícil al principio, hasta que una colega angelical comenzó a llevarme con ella a una planta de tratamiento. Con el paso de los días, lo más difícil fue tener que volver a vivir los racionamientos y la escasez de productos cotidianos. Aunque era por razones fundamentalmente distintas –en mi país era por hambruna y miseria diseñadas para destruir nuestra moral y nuestra resistencia, mientras que aquí era por una catástrofe natural— un sentimiento se me filtraba entre las costillas para susurrarme su sospecha perniciosa: era mi culpa, pues por haber osado sobrevivir y buscar una circunstancia mejor, lejos del hambre y la pobreza, había traído a cuestas mi mala suerte y había infectado la atmósfera de esta isla preciosa que me había recibido con brazos abiertos. 

Era mi culpa, por absurdo que pareciera. Era mi alma que estaba condenada a una carencia de la que no había escapatoria y se había derramado en las probabilidades de mis alrededores. Era que yo no merecía nada tan bonito como el amanecer de esta isla, y que mi llegada había sellado el destino de mis benefactores. Era porque alguna de las decenas de personas que me había rogado alimentos que yo no tenía para darles había llegado al cielo gritando mi nombre en un lamento imperdonable. Era una de esas pesadillas en las que escarbaba mis bolsillos buscando un trozo de pan sin hallarlo, una y otra vez. Sin perdón posible. ¿Cómo me atrevía a sonreír? ¿A soñar? ¿Cómo podía ser humano?

Así se pasaban las horas dentro de mí hasta una tarde que volví de comprar vegetales en bicicleta y, cuando la encadenaba detrás de la casa, escuché de entre los arbustos un sonido que hacía meses me había convencido que ya no existía: cuac. Cuac. ¡CUAC! El pato más malhumorado del planeta había sobrevivido y había llegado hasta mi casa para amenazarme otra vez. La risa se escapó de mi pecho a borbotones, y pasé un largo rato sonreído el resto de esa tarde. Quizás era un pato nuevo, pero me gusta pensar que pudo salir de la isla antes del azote del huracán.

Poco tiempo después trotaba de nuevo cerca de Playa Taíno como el tercer miembro de un equipo de triatlón: la natación a cargo de una maestra de primaria, la carrera de bicicleta por una maestra de literatura inglesa, y yo con el remate a pie, la última etapa. Iba con buen tiempo cuando una garza radiante pasó volando frente a mí, cruzando de un lado a otro como si bailara. Sorprendido, reduje la velocidad y me quedé viendo sus largas plumas brillantes, su pico afilado de un naranja intenso, sus patas estiradas y elegantes. Entonces una hermosa corredora, que ya venía de regreso, me centelleó una sonrisa maravillosa, y al cruzarnos me ofreció chocar la mano. Su cabellera larga y fuerte ondulaba como una bandera de júbilo detrás de su trote grácil, y sus ojos brillantes reflejaban un futuro lleno de optimismo. Verla tan alegre me hizo feliz, y seguí el resto del recorrido con los pulmones cansados pero con el espíritu eufórico.

Una tarde de pandemia, tras pasar más de un mes sin conversar con nadie en persona por más de cinco minutos, escuché el quejido de un perro. Uno de esos gemidos quejumbrosos, largos, agudos, urgentes. Salí a buscarlo bajo el sol, pensando que sería una mascota perdida que tal vez estuviese deshidratada. Recorrí el espacio alrededor varias veces, pero no pude conseguirlo. Dos días después fue lo mismo. Y luego a la siguiente semana. Cada vez me convencía que podría encontrarlo, pero no pude. Un día nos autorizaron a volver a la escuela para buscar efectos personales y limpiar las aulas, y una colega que sabe de animales me explicó que el gemido que oía con frecuencia no era de un perro herido, a pesar de que así sonaba, sino de un sinsonte, un pajarito que copia los sonidos de animales más grandes. Mimus gundlachii, nativo de la isla.

Cuatro años después, cuando terminaba mi segunda temporada de docencia en la isla, en un árbol pequeño detrás de mi salón de clases, justo al lado de mi ventana, una sinsonte armó su nido y puso sus huevos. Durante dos semanas tomé fotos y videos cada mañana. Un miércoles nacieron los polluelos. El lunes siguiente el nido había sido destruido, los polluelos y su madre ausentes. Pudo haber sido un gato vecino que a veces deambulaba por el colegio. Tal vez fue el viento.

Esa tarde volví a casa en bicicleta. Tres cuadras antes de llegar, en la calle Sergeant Major, el manubrio se rompió y casi me caí, pero pude frenar a tiempo. Me ocupé con el manubrio, intentando conseguir una solución que me permitiera llegar pronto a mi hogar. No parecía posible. Suspiré cansado y comencé a empujar la bicicleta, y antes que completara dos pasos apareció una garza. Detuvo su vuelo a dos metros de mí, posándose sobre una cerca. No parecía temerme. Me aproximé tanto como pude y disfruté mirando la curvatura de su cuello, la majestuosidad de su pecho, el aplomo de su porte. La intensidad de su mirada.

Le agradecí que me dejase conocerla. Recogí la bicicleta y la llevé empujándola por el centro del manubrio y el asiento.

Era hora de volver a casa.