Una mañana de octubre de 2018, un pato volaba persiguiéndome y graznando a todo gañote por la Avenida Midshipman en Grand Bahama, frenético de la ira, batiendo sus alas con violencia desaforada, mientras yo huía de su furia emplumada con tanta velocidad como mis piernas me lo permitían. A medida que mis pies chocaban sin pausa contra el pavimento, cada paso más apurado y torpe que el anterior, de mi propia garganta brotaba una carcajada espontánea de incredulidad y la risa me energizaba como hacía meses no lo sentía. Después de casi medio kilómetro el pato estuvo satisfecho con mi distancia, y yo pude por fin respirar y terminar de reírme de mí mismo.
Había salido de mi casa para trotar antes de ir a trabajar en una escuela donde recién había empezado a enseñar. El encuentro con el pato iracundo sucedió por coincidencia cuando ya estaba terminando el recorrido, a pocos metros de la esquina que conduce a la Playa Taíno. El pato se zarandeaba apremiado en la acera, y me hizo gracia que parecía estar ejercitándose como yo, para perder unos kilos. Tal vez sintió mi mirada y se avergonzó, o tal vez ver un gordo gigante trotando detrás de él antes de la salida del sol lo asustó; lo cierto es que me dejó saber su rabia con todos los graznidos que su pico podía proferir.
Me reía porque era una escena muy cómica, pero también por el alivio de que ahora corría de un ave hermosa con plumaje suave y esponjado, a diferencia de un año y dos meses antes, cuando tenía que correr a la misma velocidad, día tras día, huyendo de los esbirros que reprimían las protestas y disparaban a mansalva entre nubarrones de gas asfixiante y asqueroso; en aquella época, salir del trabajo para llegar a casa era no saber si uno terminaría vivo la jornada, y también era entender que al día siguiente tocaría repetir la rutina sólo para poder apenas llevar alimento al hogar.
Ahora estaba viviendo en una isla de belleza increíble, donde la gente era gentil, el clima era siempre cálido, y el aire era excepcionalmente limpio. El nombre de la ciudad, Freeport, tenía sentido desde que se respiraba su brisa por primera vez: olía a playa, a sol caliente, a sueños posibles, y a libertad.
Era la primera vez que veía un pato tan de cerca. Aquí la naturaleza en general estaba más próxima a uno: bajo el cielo azul se desplegaba un mar más azul todavía, amplio y tranquilo, y todas las tardes al llegar del trabajo, al recostarme, escuchaba el canto de pajaritos hasta quedarme dormido, ya bien avanzada la noche. Los escuchaba también cuando me despertaba en la madrugada, y llegué a encariñarme con todas sus canciones. Sólo temía el graznido del pato furibundo, cuya voz disonante y seca reconocía a cuadras de distancia.
Un año después, el cielo se puso del color del plomo, y las aves fueron las primeras en avisar, con su fuga unánime, la gravedad de lo que se venía. Un huracán de fuerza insospechada, y que, refutando todo pronóstico, se ensañó por dos días seguidos con la isla con una alevosía cruel y excesiva. Después, por semanas y semanas, el silencio era lo único que acompañaba al sol desde que salía hasta el atardecer.
Conseguir agua potable era lo más difícil al principio, hasta que una colega angelical comenzó a llevarme con ella a una planta de tratamiento. Con el paso de los días, lo más difícil fue tener que volver a vivir los racionamientos y la escasez de productos cotidianos. Aunque era por razones fundamentalmente distintas –en mi país era por hambruna y miseria diseñadas para destruir nuestra moral y nuestra resistencia, mientras que aquí era por una catástrofe natural— un sentimiento se me filtraba entre las costillas para susurrarme su sospecha perniciosa: era mi culpa, pues por haber osado sobrevivir y buscar una circunstancia mejor, lejos del hambre y la pobreza, había traído a cuestas mi mala suerte y había infectado la atmósfera de esta isla preciosa que me había recibido con brazos abiertos.
Era mi culpa, por absurdo que pareciera. Era mi alma que estaba condenada a una carencia de la que no había escapatoria y se había derramado en las probabilidades de mis alrededores. Era que yo no merecía nada tan bonito como el amanecer de esta isla, y que mi llegada había sellado el destino de mis benefactores. Era porque alguna de las decenas de personas que me había rogado alimentos que yo no tenía para darles había llegado al cielo gritando mi nombre en un lamento imperdonable. Era una de esas pesadillas en las que escarbaba mis bolsillos buscando un trozo de pan sin hallarlo, una y otra vez. Sin perdón posible. ¿Cómo me atrevía a sonreír? ¿A soñar? ¿Cómo podía ser humano?
Así se pasaban las horas dentro de mí hasta una tarde que volví de comprar vegetales en bicicleta y, cuando la encadenaba detrás de la casa, escuché de entre los arbustos un sonido que hacía meses me había convencido que ya no existía: cuac. Cuac. ¡CUAC! El pato más malhumorado del planeta había sobrevivido y había llegado hasta mi casa para amenazarme otra vez. La risa se escapó de mi pecho a borbotones, y pasé un largo rato sonreído el resto de esa tarde. Quizás era un pato nuevo, pero me gusta pensar que pudo salir de la isla antes del azote del huracán.
Poco tiempo después trotaba de nuevo cerca de Playa Taíno como el tercer miembro de un equipo de triatlón: la natación a cargo de una maestra de primaria, la carrera de bicicleta por una maestra de literatura inglesa, y yo con el remate a pie, la última etapa. Iba con buen tiempo cuando una garza radiante pasó volando frente a mí, cruzando de un lado a otro como si bailara. Sorprendido, reduje la velocidad y me quedé viendo sus largas plumas brillantes, su pico afilado de un naranja intenso, sus patas estiradas y elegantes. Entonces una hermosa corredora, que ya venía de regreso, me centelleó una sonrisa maravillosa, y al cruzarnos me ofreció chocar la mano. Su cabellera larga y fuerte ondulaba como una bandera de júbilo detrás de su trote grácil, y sus ojos brillantes reflejaban un futuro lleno de optimismo. Verla tan alegre me hizo feliz, y seguí el resto del recorrido con los pulmones cansados pero con el espíritu eufórico.
Una tarde de pandemia, tras pasar más de un mes sin conversar con nadie en persona por más de cinco minutos, escuché el quejido de un perro. Uno de esos gemidos quejumbrosos, largos, agudos, urgentes. Salí a buscarlo bajo el sol, pensando que sería una mascota perdida que tal vez estuviese deshidratada. Recorrí el espacio alrededor varias veces, pero no pude conseguirlo. Dos días después fue lo mismo. Y luego a la siguiente semana. Cada vez me convencía que podría encontrarlo, pero no pude. Un día nos autorizaron a volver a la escuela para buscar efectos personales y limpiar las aulas, y una colega que sabe de animales me explicó que el gemido que oía con frecuencia no era de un perro herido, a pesar de que así sonaba, sino de un sinsonte, un pajarito que copia los sonidos de animales más grandes. Mimus gundlachii, nativo de la isla.
Cuatro años después, cuando terminaba mi segunda temporada de docencia en la isla, en un árbol pequeño detrás de mi salón de clases, justo al lado de mi ventana, una sinsonte armó su nido y puso sus huevos. Durante dos semanas tomé fotos y videos cada mañana. Un miércoles nacieron los polluelos. El lunes siguiente el nido había sido destruido, los polluelos y su madre ausentes. Pudo haber sido un gato vecino que a veces deambulaba por el colegio. Tal vez fue el viento.
Esa tarde volví a casa en bicicleta. Tres cuadras antes de llegar, en la calle Sergeant Major, el manubrio se rompió y casi me caí, pero pude frenar a tiempo. Me ocupé con el manubrio, intentando conseguir una solución que me permitiera llegar pronto a mi hogar. No parecía posible. Suspiré cansado y comencé a empujar la bicicleta, y antes que completara dos pasos apareció una garza. Detuvo su vuelo a dos metros de mí, posándose sobre una cerca. No parecía temerme. Me aproximé tanto como pude y disfruté mirando la curvatura de su cuello, la majestuosidad de su pecho, el aplomo de su porte. La intensidad de su mirada.
Le agradecí que me dejase conocerla. Recogí la bicicleta y la llevé empujándola por el centro del manubrio y el asiento.
Era hora de volver a casa.
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