“¡Ya va a empezar!”, grité con toda la estridencia de mis pulmones de niño, ajustando el volumen de nuestro televisor. “¡Voy!” respondió mi padre antes de entrar corriendo al cuarto con dos tazones repletos de palomitas de maíz recién hechas. Era sábado, mi cumpleaños, y veíamos la segunda pelea entre Yokozuna, el campeón del mundo, y El Enterrador, su rival más aguerrido. Los golpes ensayados fluían con facilidad entre el humo y los destellos de las cámaras, y la pompa de los narradores nos inspiraba una conmoción asfixiante. Yo le iba a Yokozuna y mi padre a El Enterrador. Después de casi media hora, terminó el evento y comentamos largamente nuestra opinión sobre el resultado.
La lucha libre había llegado a la tele como una atracción más, pero para mis amiguitos y para mí era una última oportunidad para creer en algo imposible, sobrehumano, como la rivalidad entre un ser de ultratumba y un campeón de sumo, además de las intrigas melodramáticas entre ellos, que decían odiarse en el escenario pero que secretamente eran mejores amigos en la vida real. Estábamos hartos de tantos años despertando cada seis meses a la media noche con la noticia de algún militar ignorante que intentaba matar al presidente, o de atentados con sobres y carros bombas, y en general de vivir con el miedo de que los adultos murieran de repente y con violencia. Dos años antes mi padre había partido a su trabajo a la hora habitual durante uno de los estados de excepción y casi había sido ametrallado en el camino junto a otros trabajadores por guardias que no querían a nadie en la calle. Al preguntarle por qué había insistido en llegar al banco, me respondió que era su responsabilidad. “¿No tenías miedo?” “Más o menos.”
Kayfabe, le dicen en el mundo de la lucha profesional a la simulación contínua, inquebrantada, de los personajes que interpretan y de los atributos que les definen dentro y fuera del ring. Algunos luchadores mantienen kayfabe por años, vistiendo disfraces, máscaras y voces en cada aparición pública. Mi padre siempre sostuvo la fachada de su personaje sabio y amistoso para mi beneficio. Además, era muy fuerte, y siempre me deslumbraba con el peso que podía cargar. Le gustaba ser útil y llamaba con frecuencia a sus amigos. Un niño huérfano que había rebotado entre varios hogares hasta que sus hermanos alcanzaron la mayoría de edad y lograron la custodia, no había tenido nunca el ejemplo de una figura paterna real. Su propio padre había sido profesor de bachillerato, pero había fallecido cuando apenas aprendía a caminar, seguido poco después por su madre. Fanático del béisbol y de los Leones del Caracas, estudió para ser ilustrador, pero en algún momento decidió que estaría mejor como oficinista bancario.
Lo recuerdo los domingos en la mañana sentado a la mesa del comedor con varios cuadernos cuadriculados abiertos: un par para sacar cuentas y presupuestos, y otro par para diseñar tipografías geométricas al estilo de los terminales computarizados de su oficina y, a veces, complejos laberintos cinéticos de colores. Mi hermana heredó su facilidad para los números, y yo para las ilustraciones. Recuerdo juegos de mesa que él había diseñado para jugar en familia, además de los retratos que dibujaba de sus amigos.
A veces, también, jugábamos a pelear. Con puños, con patadas de karate. Cuando era más chico, incluso teníamos personajes. Yo era Mazinger, él era Ultraman; yo era Megatron, él era Optimus Prime; yo era Luke Skywalker, él era Darth Vader. Hacíamos ruido, tumbábamos sillas, nos dábamos golpes, nos reíamos mucho, sobre todo si por descuido nos pegábamos con más fuerza de la esperada. Alguna vez tuve peleas fingidas similares con mi tío, su hermano mayor, que era taxista, ceramista y acordeonista, pero no era tan divertido.
Cuando vimos la pelea de Tyson contra McNeeley gritamos exaltados y asustados al ver el rápido resultado. Un uppercut derecho le derrumbó las piernas al joven, y el evento para el que nos habíamos preparado por horas terminó en menos de cinco minutos. Mucho se habló en la prensa sobre la pelea, y algún periodista mencionó el aspecto racial. Nosotros también compartíamos esa diferencia; mi padre era un hombre blanco, portugués y español, y yo soy su hijo negro. Nunca importó en nuestra relación. Excepto una vez.
Al cumplir los dieciséis años ya tenía el derecho legal de trabajar, y mi padre firmó con gusto el permiso que me pedían en el restaurante de comida rápida. Por tres meses fui limpiador detrás del mostrador y de los baños. Eventualmente pude preparar café, empanizar pollo, mezclar coleslaw y freír papas. Iba al liceo toda la mañana, y trabajaba cuatro horas después del mediodía. Una tarde iba cansado de vuelta a casa, y al llegar al edificio de apartamentos donde vivía desde que nací, un vecino nuevo me gritó al notarme entrando. Era un tipo que no me conocía, pero eso no le impidió insultarme y decirme que era una estupidez pensar que alguien como yo pudiese vivir en un sitio así. Para evitar mayores problemas esperé a que el tipo subiera en el ascensor y luego entré al edificio. Cuando colgaba mi llave detrás de la puerta una tía que vivía con nosotros me preguntó qué sucedía. Mi madre me dijo que no me preocupara. Llamó a mi papá al trabajo. Una hora y media después escuchamos, y sentimos, el estruendo de la mano derecha de mi padre sobre la puerta del vecino, golpe tras golpe tras golpe, que además le exigía en una voz de trueno que saliera a explicarle, de hombre a hombre, qué había querido decir al insultarme, que qué le daba derecho a abusar a su hijo. Bajé por las escaleras los siete pisos, del once al cuatro, brincando casi todos los escalones. Al llegar había ya otros vecinos calmando a mi viejo. Sentía susto de que el pleito tuviese consecuencias terribles, pero también estaba conmovido de que estuviese dispuesto a defenderme a ese extremo. El cobarde racista nunca salió, pero se mudó pronto.
Siempre fui sincero con él, y la única vez que le oculté mis actividades, no se enfadó conmigo. Estaba empezando la universidad y comprendía que debía ayudar con más dinero, pero no tenía horario disponible por mis estudios. Él tenía ahora un quiosco donde vendía alimentos y productos caseros, y la ganancia no era mucha. Comencé a entrenarme para boxear terminando el tercer semestre de la carrera. Todas las tardes iba al polideportivo a practicar y, según Román, nuestro entrenador, no lo hacía nada mal. Sin embargo, estaba muy gordo para mi estatura. Debía alcanzar un máximo de sesenta y siete kilogramos si quería pelear en una exhibición; pesaba más de ochenta. Un día llegó otro Luis, más joven y también más alto, de un metro noventa y pico frente a mi escaso metro setenta y cinco. Por fin, alguien con quien hacer sparring sin el temor de hacerle daño. Llegamos a conocer bien las fortalezas y debilidades del otro. Su fortaleza era el largo de sus brazos, y su debilidad era su estatura, que dejaba su hígado y sus costillas accesibles para quien lograra acercársele. Mi debilidad era mi estatura que dejaba mi rostro a su alcance, y mi punto fuerte era el gancho de izquierda.
Un día Román llegó eufórico y anunció que habría exhibición y que todos pelearíamos. Venía a visitarlo su entrenador de toda la vida, nada menos que Morochito Rodríguez, medallista de oro histórico del boxeo venezolano. Todos queríamos hacer nuestra mejor pelea, así que el otro Luis y yo decidimos coreografiar la nuestra. Nos la sabíamos de memoria. El esperado día llegó. Saludamos al gran Morochito. Nos tocó pelear de penúltimos por nuestro peso. Y entonces, por algún motivo desconocido, Luis me pidió que improvisáramos un poco. Me hizo señas para que usara mi gancho de izquierda, que era mi mejor puño. Yo le negué con la cabeza, temiendo lastimarlo demasiado. Él me insistió. Jab, jab, un paso atrás, jab y ¡pum! Gancho de izquierda sobre el pómulo, evitando el mentón para no noquearlo. Se inclinó treinta grados a la derecha, y pude ver en cámara lenta el momento en que el diablo se le enroscó en la mirada. Enfurecido me aterrizó un jab en la nariz, seguido de un upper en el plexo solar, y ¡tan! Un gancho de derecha en el mentón que me cambió el ángulo de visión. No caí. No me tambaleé. Pero sí sentí un dolor horripilante en la quijada que me sacó una vulgaridad a viva voz. Román se indignó: “Ah, no, gordito, ¡no te permito que me digas groserías!” Me disculpé con él y le hice una reverencia a Morochito. En los casilleros el otro Luis me dijo que le había dado muy duro. Hicimos las paces y cada quien para su casa.
Le había contado a mi padre que estaba yendo al gimnasio, pero no que estaba peleando. No obstante, al volver a casa con la mandíbula paralizada, sin poder hablar ni tragar, ya se había enterado. No me regañó, sólo ayudó a mi madre a ponerme el hielo antes de dormir. Días después nos reímos juntos de mi torpeza.
Una pelea que mi padre sí ganó fue contra la pobreza. Cuando fracasó el quiosco, compró un termo grande y una carretilla. Preparaba un buen café cada madrugada y lo vendía en la calle, además de golosinas. Llegó a establecerse en Mersifrica, un mercado agrícola peligrosísimo en las afueras de la ciudad, y de allí lo contrató una funeraria como administrador. Orgullo es poco, lo que yo sentí fue una admiración inabarcable por su valentía que al día de hoy no se me ha disipado. Había perdido todo y lo había recuperado a pulso, trabajando sin descansar.
Cuando nos enteramos, años después, de que estaba enfermo, ya era muy tarde. El pecho le borboteaba como si tuviese un arroyo por dentro. Era que su corazón era muy grande, literalmente. Mal de Chagas, probablemente contraído en la infancia según sus médicos. Como el corazón no podía latir con comodidad, se le acumulaba líquido en los pulmones. Era necesario un marcapasos. Comencé a trabajar en una multinacional, la más grande en el país, para poder meterlo en el seguro. Tres años después lo operaron y le pusieron el marcapasos, un 15 de diciembre. Doce días después se descompensó antes del amanecer.
El 28 de diciembre, día de los inocentes, fue el único día en mi vida que vi a mi padre romper kayfabe. Al saludarlo en la mañana en la sala de cuidados intensivos le pregunté cómo se sentía, y arrugó la cara al tiempo que negaba con la cabeza, viéndome de lleno en los ojos, sosteniendo el gesto un rato. Pasé el día esperanzado, pero no hubo manera. Es que el marcapasos le señalaba el tiempo, y el problema del corazón de mi padre era con el espacio. Siempre fue un hombre más grande de lo que la circunstancia le hubiera permitido. Un campeón improbable. Un verdadero héroe.
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