Saturday, December 28, 2024

Yokozuna, campeón del mundo

“¡Ya va a empezar!”, grité con toda la estridencia de mis pulmones de niño, ajustando el volumen de nuestro televisor. “¡Voy!” respondió mi padre antes de entrar corriendo al cuarto con dos tazones repletos de palomitas de maíz recién hechas. Era sábado, mi cumpleaños, y veíamos la segunda pelea entre Yokozuna, el campeón del mundo, y El Enterrador, su rival más aguerrido. Los golpes ensayados fluían con facilidad entre el humo y los destellos de las cámaras, y la pompa de los narradores nos inspiraba una conmoción asfixiante. Yo le iba a Yokozuna y mi padre a El Enterrador. Después de casi media hora, terminó el evento y comentamos largamente nuestra opinión sobre el resultado.

La lucha libre había llegado a la tele como una atracción más, pero para mis amiguitos y para mí era una última oportunidad para creer en algo imposible, sobrehumano, como la rivalidad entre un ser de ultratumba y un campeón de sumo, además de las intrigas melodramáticas entre ellos, que decían odiarse en el escenario pero que secretamente eran mejores amigos en la vida real. Estábamos hartos de tantos años despertando cada seis meses a la media noche con la noticia de algún militar ignorante que intentaba matar al presidente, o de atentados con sobres y carros bombas, y en general de vivir con el miedo de que los adultos murieran de repente y con violencia. Dos años antes mi padre había partido a su trabajo a la hora habitual durante uno de los estados de excepción y casi había sido ametrallado en el camino junto a otros trabajadores por guardias que no querían a nadie en la calle. Al preguntarle por qué había insistido en llegar al banco, me respondió que era su responsabilidad. “¿No tenías miedo?” “Más o menos.”

Kayfabe, le dicen en el mundo de la lucha profesional a la simulación contínua, inquebrantada, de los personajes que interpretan y de los atributos que les definen dentro y fuera del ring. Algunos luchadores mantienen kayfabe por años, vistiendo disfraces, máscaras y voces en cada aparición pública. Mi padre siempre sostuvo la fachada de su personaje sabio y amistoso para mi beneficio. Además, era muy fuerte, y siempre me deslumbraba con el peso que podía cargar. Le gustaba ser útil y llamaba con frecuencia a sus amigos. Un niño huérfano que había rebotado entre varios hogares hasta que sus hermanos alcanzaron la mayoría de edad y lograron la custodia, no había tenido nunca el ejemplo de una figura paterna real. Su propio padre había sido profesor de bachillerato, pero había fallecido cuando apenas aprendía a caminar, seguido poco después por su madre. Fanático del béisbol y de los Leones del Caracas, estudió para ser ilustrador, pero en algún momento decidió que estaría mejor como oficinista bancario.

Lo recuerdo los domingos en la mañana sentado a la mesa del comedor con varios cuadernos cuadriculados abiertos: un par para sacar cuentas y presupuestos, y otro par para diseñar tipografías geométricas al estilo de los terminales computarizados de su oficina y, a veces, complejos laberintos cinéticos de colores. Mi hermana heredó su facilidad para los números, y yo para las ilustraciones. Recuerdo juegos de mesa que él había diseñado para jugar en familia, además de los retratos que dibujaba de sus amigos.

A veces, también, jugábamos a pelear. Con puños, con patadas de karate. Cuando era más chico, incluso teníamos personajes. Yo era Mazinger, él era Ultraman; yo era Megatron, él era Optimus Prime; yo era Luke Skywalker, él era Darth Vader. Hacíamos ruido, tumbábamos sillas, nos dábamos golpes, nos reíamos mucho, sobre todo si por descuido nos pegábamos con más fuerza de la esperada. Alguna vez tuve peleas fingidas similares con mi tío, su hermano mayor, que era taxista, ceramista y acordeonista, pero no era tan divertido.

Cuando vimos la pelea de Tyson contra McNeeley gritamos exaltados y asustados al ver el rápido resultado. Un uppercut derecho le derrumbó las piernas al joven, y el evento para el que nos habíamos preparado por horas terminó en menos de cinco minutos. Mucho se habló en la prensa sobre la pelea, y algún periodista mencionó el aspecto racial. Nosotros también compartíamos esa diferencia; mi padre era un hombre blanco, portugués y español, y yo soy su hijo negro. Nunca importó en nuestra relación. Excepto una vez.

Al cumplir los dieciséis años ya tenía el derecho legal de trabajar, y mi padre firmó con gusto el permiso que me pedían en el restaurante de comida rápida. Por tres meses fui limpiador detrás del mostrador y de los baños. Eventualmente pude preparar café, empanizar pollo, mezclar coleslaw y freír papas. Iba al liceo toda la mañana, y trabajaba cuatro horas después del mediodía. Una tarde iba cansado de vuelta a casa, y al llegar al edificio de apartamentos donde vivía desde que nací, un vecino nuevo me gritó al notarme entrando. Era un tipo que no me conocía, pero eso no le impidió insultarme y decirme que era una estupidez pensar que alguien como yo pudiese vivir en un sitio así. Para evitar mayores problemas esperé a que el tipo subiera en el ascensor y luego entré al edificio. Cuando colgaba mi llave detrás de la puerta una tía que vivía con nosotros me preguntó qué sucedía. Mi madre me dijo que no me preocupara. Llamó a mi papá al trabajo. Una hora y media después escuchamos, y sentimos, el estruendo de la mano derecha de mi padre sobre la puerta del vecino, golpe tras golpe tras golpe, que además le exigía en una voz de trueno que saliera a explicarle, de hombre a hombre, qué había querido decir al insultarme, que qué le daba derecho a abusar a su hijo. Bajé por las escaleras los siete pisos, del once al cuatro, brincando casi todos los escalones. Al llegar había ya otros vecinos calmando a mi viejo. Sentía susto de que el pleito tuviese consecuencias terribles, pero también estaba conmovido de que estuviese dispuesto a defenderme a ese extremo. El cobarde racista nunca salió, pero se mudó pronto.

Siempre fui sincero con él, y la única vez que le oculté mis actividades, no se enfadó conmigo. Estaba empezando la universidad y comprendía que debía ayudar con más dinero, pero no tenía horario disponible por mis estudios. Él tenía ahora un quiosco donde vendía alimentos y productos caseros, y la ganancia no era mucha. Comencé a entrenarme para boxear terminando el tercer semestre de la carrera. Todas las tardes iba al polideportivo a practicar y, según Román, nuestro entrenador, no lo hacía nada mal. Sin embargo, estaba muy gordo para mi estatura. Debía alcanzar un máximo de sesenta y siete kilogramos si quería pelear en una exhibición; pesaba más de ochenta. Un día llegó otro Luis, más joven y también más alto, de un metro noventa y pico frente a mi escaso metro setenta y cinco. Por fin, alguien con quien hacer sparring sin el temor de hacerle daño. Llegamos a conocer bien las fortalezas y debilidades del otro. Su fortaleza era el largo de sus brazos, y su debilidad era su estatura, que dejaba su hígado y sus costillas accesibles para quien lograra acercársele. Mi debilidad era mi estatura que dejaba mi rostro a su alcance, y mi punto fuerte era el gancho de izquierda.

Un día Román llegó eufórico y anunció que habría exhibición y que todos pelearíamos. Venía a visitarlo su entrenador de toda la vida, nada menos que Morochito Rodríguez, medallista de oro histórico del boxeo venezolano. Todos queríamos hacer nuestra mejor pelea, así que el otro Luis y yo decidimos coreografiar la nuestra. Nos la sabíamos de memoria. El esperado día llegó. Saludamos al gran Morochito. Nos tocó pelear de penúltimos por nuestro peso. Y entonces, por algún motivo desconocido, Luis me pidió que improvisáramos un poco. Me hizo señas para que usara mi gancho de izquierda, que era mi mejor puño. Yo le negué con la cabeza, temiendo lastimarlo demasiado. Él me insistió. Jab, jab, un paso atrás, jab y ¡pum! Gancho de izquierda sobre el pómulo, evitando el mentón para no noquearlo. Se inclinó treinta grados a la derecha, y pude ver en cámara lenta el momento en que el diablo se le enroscó en la mirada. Enfurecido me aterrizó un jab en la nariz, seguido de un upper en el plexo solar, y ¡tan! Un gancho de derecha en el mentón que me cambió el ángulo de visión. No caí. No me tambaleé. Pero sí sentí un dolor horripilante en la quijada que me sacó una vulgaridad a viva voz. Román se indignó: Ah, no, gordito, ¡no te permito que me digas groserías! Me disculpé con él y le hice una reverencia a Morochito. En los casilleros el otro Luis me dijo que le había dado muy duro. Hicimos las paces y cada quien para su casa.

Le había contado a mi padre que estaba yendo al gimnasio, pero no que estaba peleando. No obstante, al volver a casa con la mandíbula paralizada, sin poder hablar ni tragar, ya se había enterado. No me regañó, sólo ayudó a mi madre a ponerme el hielo antes de dormir. Días después nos reímos juntos de mi torpeza.

Una pelea que mi padre sí ganó fue contra la pobreza. Cuando fracasó el quiosco, compró un termo grande y una carretilla. Preparaba un buen café cada madrugada y lo vendía en la calle, además de golosinas. Llegó a establecerse en Mersifrica, un mercado agrícola peligrosísimo en las afueras de la ciudad, y de allí lo contrató una funeraria como administrador. Orgullo es poco, lo que yo sentí fue una admiración inabarcable por su valentía que al día de hoy no se me ha disipado. Había perdido todo y lo había recuperado a pulso, trabajando sin descansar.

Cuando nos enteramos, años después, de que estaba enfermo, ya era muy tarde. El pecho le borboteaba como si tuviese un arroyo por dentro. Era que su corazón era muy grande, literalmente. Mal de Chagas, probablemente contraído en la infancia según sus médicos. Como el corazón no podía latir con comodidad, se le acumulaba líquido en los pulmones. Era necesario un marcapasos. Comencé a trabajar en una multinacional, la más grande en el país, para poder meterlo en el seguro. Tres años después lo operaron y le pusieron el marcapasos, un 15 de diciembre. Doce días después se descompensó antes del amanecer.

El 28 de diciembre, día de los inocentes, fue el único día en mi vida que vi a mi padre romper kayfabe. Al saludarlo en la mañana en la sala de cuidados intensivos le pregunté cómo se sentía, y arrugó la cara al tiempo que negaba con la cabeza, viéndome de lleno en los ojos, sosteniendo el gesto un rato. Pasé el día esperanzado, pero no hubo manera. Es que el marcapasos le señalaba el tiempo, y el problema del corazón de mi padre era con el espacio. Siempre fue un hombre más grande de lo que la circunstancia le hubiera permitido. Un campeón improbable. Un verdadero héroe.

Saturday, November 16, 2024

Heterónimo mío: el apócrifo como pesticida del sosias


O homem não deve poder ver a sua própria cara. Isso é o que há de mais terrível. A Natureza deu-lhe o dom de não a poder ver, assim como de não poder fitar os seus próprios olhos.

Só na água dos rios e dos lagos ele podia fitar seu rosto. E a postura, mesmo, que tinha de tomar, era simbólica. Tinha de se curvar, de se baixar para cometer a ignomínia de se ver.

O criador do espelho envenenou a alma humana.”

Bernardo Soares Fernando Pessoa


Seguimos el rastro mutuo de nuestra esencia, a tientas, como hormigas que navegan por túneles sombríos, tanto obreras como reinas, en la comunidad forzada de nuestras vidas públicas enmarañadas entre sí por la obligatoriedad de participar en los enredos sociales de la internet. Lo que comenzamos hace casi veinte años mediante conversaciones voluntarias en servicios como ICQ y MSN Messenger era muy distinto a lo que existe ahora; en aquel entonces expandíamos nuestra interacción con conocidos y amistades más allá de las limitaciones naturales del tiempo que podíamos pasar juntos y los espacios reales donde estudiábamos o trabajábamos. Y también expandíamos, de manera mucho más importante, nuestra propia persona, la sensación de ser alguien, de tener una opinión; ampliábamos el ámbito de nuestro carácter allende la lentitud del mundo analógico donde vivíamos. Hoy, en cambio, la destilación digital de la comunicación ha devaluado su atractivo por su exorbitante demasía; fuimos cautivados y fuimos mucho más, pero cuando fuimos demasiados, nos fuimos.

Seguimos el rastro mutuo de nuestras adulteces como abejas que les cuentan a sus semejantes dónde están y cuánto polen tienen las flores usando coreografías trigonométricas bajo el sol: fotografiamos ascensos, paseos, regalos, celebraciones, caminatas placenteras, carreras de 5k, encuentros con familiares, travesuras de mascotas, comidas, vestimentas, nos notificamos con meticuloso rigor qué hacíamos, cuándo lo hacíamos, y cuáles trofeos obtuvimos, hasta que el hartazgo nos drenó el entusiasmo por saber tanto de tanta gente. Asistimos a la apertura de una galería inaudita y satisficimos curiosidades, agotamos voyeurismos y nos cansamos de vivir a la expectativa de lo que el otro exhibía, y nos aburrimos, y nos fuimos.

Pero hubo quien no pudo. Algunos se sintieron disminuidos por la buena fortuna ajena, permitieron que la envidia los transformara en ecos sin resonancia propia, y dejaron de ser o estar, empecinados ahora en sólo parecer.

Seguimos el rastro mutuo de nuestras instituciones como bandadas de estorninos cuyas travesías son muy largas para volarlas solos; nos convencemos de que llegaremos más lejos y más rápido si seguimos el consenso de la ola, aceptamos las nuevas identificaciones biométricas, los trámites sin papel, los sufragios exclusivamente computarizados, las radiografías de tórax sin placa de acetato, la atrofia del alfabetismo bajo el dominio del autocorrector T9 y sus sucedáneos. De repente dejamos de ser quienes decidimos cómo pasamos el tiempo y qué consideramos importante. Dejamos de estar en la posición del espectador. De la noche a la mañana, ahora estamos prisioneros en la vitrina mientras las corporaciones compran a mano llena nuestros nombres para vendernos comodidades innecesarias que no podremos resistir, como gansos entubados con embudos azucarados para cultivar nuestros hígados en un foie gras decadente de mercadeo ubicuo e irrestricto. Cuando quisimos irnos, no pudimos.

Fue entonces cuando los que no pudieron sacarse la idea de parecerse sin esforzarse comenzaron a organizarse. Aprendieron a simular nuestro semblante, como las avispas que se mimetizan con las hormigas o las abejas que quieren depredar, como los breves espejismos reflejados en ventanas que los estorninos asumen como el cielo abierto antes de chocar contra los vidrios y romperse las alas. Nos investigan para remedarnos y robar lo que tenemos en aquellas instituciones que compraron nuestros nombres; no hace falta que sean nosotros, les basta con llegar a parecerlo. Sosias, el doble delictivo, el eco perverso.

¿Cómo se disfraza de gente el sosias? Detrás de una oferta nebulosa, demasiado buena para ser verdad, que pide que enviemos datos personales, licencias de conducir, pasaportes y demás; un mensaje de correo electrónico de un supuesto banco que instruye que usemos su vínculo tóxico para completar alguna transacción; una estación para cargar la batería del celular en un aeropuerto, con cables incluidos; una red de wifi pública y gratuita hecha con routers viejos y manipulados; códigos QR venenosos; filtros divertidos para selfies; pero también con métodos menos sofisticados, utilizando las fotografías y estados que hemos acumulado por años en redes sociales –enredos sociales–, emparchando un perfil mediocre pero verosímil que les permita hacerse pasar por sus víctimas el tiempo suficiente para esparcir la ruina en nombre de su apetito maquiavélico.

Porque, además, es imposible que el retorno de su inversión sea rentable, es una maldad vacía de sentido, no hay excusa cuantificable, su dedicación a la posibilidad de lograr duplicarnos es algo que hacen por puro amor a la miseria, el botín que cobran viene, no en dólares ni en pesos, sino en una divisa de angustia y desesperación. Son los estafadores parásitos de la peor índole.

¿Cómo remediar el remedo? Cuando Plauto escribió la tragicomedia de Anfitrión, el pobre esclavo Sosias no logra defenderse del ataque de Mercurio, quien lo ha duplicado a la perfección para ayudar a Júpiter a cometer su crimen. Desde su punto de vista, el dios de los pies alados le ha ganado a fuerza de puñetazos, pero es precisamente por sus múltiples personas, y no por medio de la violencia, que ha logrado derrotarlo. Cuando se justifica ante su jefe, Sosias narra cómo había sido superado por la intransigencia de su doble, que había sido tan tenaz en su insistencia de que era él el verdadero que termina por hacerle dudar de quién era él en realidad. Y aquí es donde yace el poder del sosias pospandémico, en hacernos flaquear en nuestra convicción de ser y estar en control de nuestra individualidad y nuestra identidad. 

Ahora, si pensamos en cómo triunfar contra ese doble contemporáneo, ese estafador que busca suplantarnos ante los bancos y otras entidades financieras para despojarnos de los ahorros y deshumanizarnos en el proceso, la estrategia a seguir debe ser la de Mercurio: insistir en ser más, rebasar la unicidad de nuestra persona y atrevernos a ser legión.

Fernando Pessoa, magnífico poeta portugués, escribió desde la postura de heterónimos, autores-personajes que construyó con bastante filigrana y constituyó como seres independientes entre sí y autónomos frente a él mismo, cada uno con sus propios cuerpos de trabajo, sus propias biografías, y con sus estilos definidos y propísimos. Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Álvaro de Campos, y muchos más, cada uno una persona distinta creada por Pessoa para expresar otro aspecto de sí mismo.

Antonio Machado, genio español, llamó a los suyos apócrifos, y a través de Juan de Mairena consiguió armar un estilo cuyo lenguaje le permitió trascender los límites wittgensteinianos de su existencia y su filosofía.

Kierkegaard, iluminado danés, también los tuvo, pero entre seudónimos y heterónimos no nos deja elegir entre lo uno y lo otro.

Lo cierto es que así como hace un siglo y pico estos poetas y filósofos sintieron el impulso mercurial de propagar sus identidades en una miríada de aspectos independientes, rebelándose ante los devenires pesimistas de sus mundos tan cambiantes, tan militaristas, tan fascistas, tan coloniales, sus mundos tan convencidos de que sólo la experiencia individual valía, del mismo modo podemos nosotros exceder las fronteras del callejón sin salida en el cual busca acorralarnos el sosias. Allí donde sus trampas retorcidas intenten encerrarnos en una celda virtual de decepción e indefensión, que nos rescaten nuestros esfuerzos por ser más de lo que puede caber entre el escaso espacio de su cráneo grueso. Que nos rescaten nuestros dibujos y acuarelas, nuestros círculos de lectura, nuestros conciertos amateur, nuestros recitales de poesía urbana y nuestras cerámicas imperfectas, que nos salven nuestros artefactos creativos y que la humillación del doble nos la sublime nuestro afán por crear bondades y contribuir más de lo que consumimos.

La victoria contra el doble mórbido que busca desfalcarnos va más allá de impedir la estafa. La verdadera derrota del sosias es nuestra vida tranquila e impertérrita; pero como no siempre hay camino, debemos hacerlo al andar, al crear, al escribir, al cantar, al gozar de la vida como autores de nuevas maneras de ser y sentir y desafiar.

Hay mecanismos legales para recuperar el dinero perdido entre las pezuñas del sosias, para no tener que emplear la otra estrategia de Mercurio, a saber: cagarlo a piñas. Toma tiempo, dinero y paciencia, pero la reivindicación financiera y jurídica existe a fin de cuentas. No obstante, la pérdida inabarcable que se sufre al ser estafado es la de nuestra estima, porque después de que nos roban lo arduamente trabajado, lo que nos queda es la vergüenza de mirarnos otra vez al espejo.

Que nos rescaten entonces las versiones de nosotros mismos que manifiestan nuevos ámbitos para sobrevivir. Que cuando dediquemos labor y cuidado a algún hábito creativo, diversifiquemos el riesgo de inversión de nuestra estima como personas, es decir, que en lugar de fragmentarnos con propósitos solamente productivos, generemos nuevas instancias desde las cuales devengar el dividendo de la individualidad, y establezcamos así nuevas reservas para almacenar nuestra seguridad propia, esa certidumbre de ser competentes como los propietarios titulares de nuestra humanidad.

Pintemos a la vez que imaginamos un pintor que mira a través de nuestros ojos combinaciones de colores que no han existido nunca. Escribamos, narrando desde la postura de un autor que no existe pero que usa nuestras manos para teclear sus palabras. Bailemos, moviéndonos con los vaivenes de alguien que usa nuestros pies y nuestra cintura y que se crea a sí mismo con cada nuevo paso que da al ritmo de una música que nunca hayamos escuchado. 

Seamos más de lo que somos, siendo quienes nunca habíamos sido. Construyamos personas-refugio que sirvan de fuente para atributos hermosos que el sosias jamás pueda presenciar, que no los pueda envidiar, que no pueda entenderlos ni saber cómo robarlos.

Sigamos el rastro mutuo de nuestras múltiples advocaciones apócrifas como cardúmenes de tiburones que nadan entre enjambres de medusas, como corales donde meriendan manadas de ballenas. Seamos tanto y tantos que cuando el sosias venga a cazarnos, no nos consiga, porque ya no estemos donde estuvimos, porque ya no somos lo que fuimos.

Sunday, November 3, 2024

El pato, la garza y el sinsonte

Una mañana de octubre de 2018, un pato volaba persiguiéndome y graznando a todo gañote por la Avenida Midshipman en Grand Bahama, frenético de la ira, batiendo sus alas con violencia desaforada, mientras yo huía de su furia emplumada con tanta velocidad como mis piernas me lo permitían. A medida que mis pies chocaban sin pausa contra el pavimento, cada paso más apurado y torpe que el anterior, de mi propia garganta brotaba una carcajada espontánea de incredulidad y la risa me energizaba como hacía meses no lo sentía. Después de casi medio kilómetro el pato estuvo satisfecho con mi distancia, y yo pude por fin respirar y terminar de reírme de mí mismo.

Había salido de mi casa para trotar antes de ir a trabajar en una escuela donde recién había empezado a enseñar. El encuentro con el pato iracundo sucedió por coincidencia cuando ya estaba terminando el recorrido, a pocos metros de la esquina que conduce a la Playa Taíno. El pato se zarandeaba apremiado en la acera, y me hizo gracia que parecía estar ejercitándose como yo, para perder unos kilos. Tal vez sintió mi mirada y se avergonzó, o tal vez ver un gordo gigante trotando detrás de él antes de la salida del sol lo asustó; lo cierto es que me dejó saber su rabia con todos los graznidos que su pico podía proferir.

Me reía porque era una escena muy cómica, pero también por el alivio de que ahora corría de un ave hermosa con plumaje suave y esponjado, a diferencia de un año y dos meses antes, cuando tenía que correr a la misma velocidad, día tras día, huyendo de los esbirros que reprimían las protestas y disparaban a mansalva entre nubarrones de gas asfixiante y asqueroso; en aquella época, salir del trabajo para llegar a casa era no saber si uno terminaría vivo la jornada, y también era entender que al día siguiente tocaría repetir la rutina sólo para poder apenas llevar alimento al hogar.

Ahora estaba viviendo en una isla de belleza increíble, donde la gente era gentil, el clima era siempre cálido, y el aire era excepcionalmente limpio. El nombre de la ciudad, Freeport, tenía sentido desde que se respiraba su brisa por primera vez: olía a playa, a sol caliente, a sueños posibles, y a libertad.

Era la primera vez que veía un pato tan de cerca. Aquí la naturaleza en general estaba más próxima a uno: bajo el cielo azul se desplegaba un mar más azul todavía, amplio y tranquilo, y todas las tardes al llegar del trabajo, al recostarme, escuchaba el canto de pajaritos hasta quedarme dormido, ya bien avanzada la noche. Los escuchaba también cuando me despertaba en la madrugada, y llegué a encariñarme con todas sus canciones. Sólo temía el graznido del pato furibundo, cuya voz disonante y seca reconocía a cuadras de distancia.

Un año después, el cielo se puso del color del plomo, y las aves fueron las primeras en avisar, con su fuga unánime, la gravedad de lo que se venía. Un huracán de fuerza insospechada, y que, refutando todo pronóstico, se ensañó por dos días seguidos con la isla con una alevosía cruel y excesiva. Después, por semanas y semanas, el silencio era lo único que acompañaba al sol desde que salía hasta el atardecer.

Conseguir agua potable era lo más difícil al principio, hasta que una colega angelical comenzó a llevarme con ella a una planta de tratamiento. Con el paso de los días, lo más difícil fue tener que volver a vivir los racionamientos y la escasez de productos cotidianos. Aunque era por razones fundamentalmente distintas –en mi país era por hambruna y miseria diseñadas para destruir nuestra moral y nuestra resistencia, mientras que aquí era por una catástrofe natural— un sentimiento se me filtraba entre las costillas para susurrarme su sospecha perniciosa: era mi culpa, pues por haber osado sobrevivir y buscar una circunstancia mejor, lejos del hambre y la pobreza, había traído a cuestas mi mala suerte y había infectado la atmósfera de esta isla preciosa que me había recibido con brazos abiertos. 

Era mi culpa, por absurdo que pareciera. Era mi alma que estaba condenada a una carencia de la que no había escapatoria y se había derramado en las probabilidades de mis alrededores. Era que yo no merecía nada tan bonito como el amanecer de esta isla, y que mi llegada había sellado el destino de mis benefactores. Era porque alguna de las decenas de personas que me había rogado alimentos que yo no tenía para darles había llegado al cielo gritando mi nombre en un lamento imperdonable. Era una de esas pesadillas en las que escarbaba mis bolsillos buscando un trozo de pan sin hallarlo, una y otra vez. Sin perdón posible. ¿Cómo me atrevía a sonreír? ¿A soñar? ¿Cómo podía ser humano?

Así se pasaban las horas dentro de mí hasta una tarde que volví de comprar vegetales en bicicleta y, cuando la encadenaba detrás de la casa, escuché de entre los arbustos un sonido que hacía meses me había convencido que ya no existía: cuac. Cuac. ¡CUAC! El pato más malhumorado del planeta había sobrevivido y había llegado hasta mi casa para amenazarme otra vez. La risa se escapó de mi pecho a borbotones, y pasé un largo rato sonreído el resto de esa tarde. Quizás era un pato nuevo, pero me gusta pensar que pudo salir de la isla antes del azote del huracán.

Poco tiempo después trotaba de nuevo cerca de Playa Taíno como el tercer miembro de un equipo de triatlón: la natación a cargo de una maestra de primaria, la carrera de bicicleta por una maestra de literatura inglesa, y yo con el remate a pie, la última etapa. Iba con buen tiempo cuando una garza radiante pasó volando frente a mí, cruzando de un lado a otro como si bailara. Sorprendido, reduje la velocidad y me quedé viendo sus largas plumas brillantes, su pico afilado de un naranja intenso, sus patas estiradas y elegantes. Entonces una hermosa corredora, que ya venía de regreso, me centelleó una sonrisa maravillosa, y al cruzarnos me ofreció chocar la mano. Su cabellera larga y fuerte ondulaba como una bandera de júbilo detrás de su trote grácil, y sus ojos brillantes reflejaban un futuro lleno de optimismo. Verla tan alegre me hizo feliz, y seguí el resto del recorrido con los pulmones cansados pero con el espíritu eufórico.

Una tarde de pandemia, tras pasar más de un mes sin conversar con nadie en persona por más de cinco minutos, escuché el quejido de un perro. Uno de esos gemidos quejumbrosos, largos, agudos, urgentes. Salí a buscarlo bajo el sol, pensando que sería una mascota perdida que tal vez estuviese deshidratada. Recorrí el espacio alrededor varias veces, pero no pude conseguirlo. Dos días después fue lo mismo. Y luego a la siguiente semana. Cada vez me convencía que podría encontrarlo, pero no pude. Un día nos autorizaron a volver a la escuela para buscar efectos personales y limpiar las aulas, y una colega que sabe de animales me explicó que el gemido que oía con frecuencia no era de un perro herido, a pesar de que así sonaba, sino de un sinsonte, un pajarito que copia los sonidos de animales más grandes. Mimus gundlachii, nativo de la isla.

Cuatro años después, cuando terminaba mi segunda temporada de docencia en la isla, en un árbol pequeño detrás de mi salón de clases, justo al lado de mi ventana, una sinsonte armó su nido y puso sus huevos. Durante dos semanas tomé fotos y videos cada mañana. Un miércoles nacieron los polluelos. El lunes siguiente el nido había sido destruido, los polluelos y su madre ausentes. Pudo haber sido un gato vecino que a veces deambulaba por el colegio. Tal vez fue el viento.

Esa tarde volví a casa en bicicleta. Tres cuadras antes de llegar, en la calle Sergeant Major, el manubrio se rompió y casi me caí, pero pude frenar a tiempo. Me ocupé con el manubrio, intentando conseguir una solución que me permitiera llegar pronto a mi hogar. No parecía posible. Suspiré cansado y comencé a empujar la bicicleta, y antes que completara dos pasos apareció una garza. Detuvo su vuelo a dos metros de mí, posándose sobre una cerca. No parecía temerme. Me aproximé tanto como pude y disfruté mirando la curvatura de su cuello, la majestuosidad de su pecho, el aplomo de su porte. La intensidad de su mirada.

Le agradecí que me dejase conocerla. Recogí la bicicleta y la llevé empujándola por el centro del manubrio y el asiento.

Era hora de volver a casa.

Sunday, October 20, 2024

Cantiga del Frenemigo

Creo sinceramente que tener frenemigos es tan valioso como tener amigos, y en ciertos momentos de la vida, lo es aún más. ¿Por qué es tan importante tenerlos? Porque su influencia cáustica nos señala las grietas que quebrantan nuestra competencia, como el alcohol sanitizante que nos revela la punzada de una cortadura mínima al desinfectarnos las manos.

Debemos aprender a diferenciar un frenemigo de otras cosas, y como es común, es más fácil definir qué no es. Primero, no se trata de un amigo que nos maltrata juguetonamente, con quien podemos intercambiar risas entre insultos y albures. Luego, tampoco se trata de un amigo falso, que detrás de una máscara finge estar en nuestra esquina para luego negligirnos o, como decimos los barriobajeros, “dejarnos morir”. Pero lo más crucial es no confundir al frenemigo con un enemigo de verdad, pues el enemigo es quien se cuadra siempre en el lado contrario al nuestro, nos alberga mala voluntad y, ante la ausencia de represalias, puede ocasionarnos dificultades hiperbólicas para dañarnos irrevocablemente, e inclusive facilitar las condiciones de nuestro deceso si las circunstancias le aseguran que no habrá castigo por su crimen.

Nos queda entonces por descartes lo que es el frenemigo: alguien quien debe tolerar nuestra cercanía aunque no le agrademos, y que frente a la inevitabilidad de su disgusto por nuestra existencia, decide que debe hacernos entender que nos detesta, en ritmo constante, como un semáforo que se pone en rojo cada vez que cumple su ciclo. La proximidad que les condena a presenciarnos es con frecuencia una expresión de sus propios defectos: pobreza que les obliga a trabajar en la misma oficina que nosotros, están atrapados en alguna relación sin amor con alguien de nuestro grupo de amigos, o son prisioneros de condiciones extraordinarias a las que fueron reclutados a la fuerza por la vida al mismo tiempo que nosotros, y el simple hecho de que tengamos rostro nos vuelve el espejo en el que odian verse reflejados.

En mi experiencia, lo que verdaderamente detesta el frenemigo es la circunstancia ineludible que lo iguala a nosotros, pero su primitiva inteligencia emocional le lleva a concluir el absurdo de que atormentarnos es su panacea, que el sufrimiento superficial que nos ocasiona servirá como alivio de la profundidad del suyo.

Cada intercambio lo mira como una oportunidad para enunciar de nuevo su propósito, y en ocasión puede ser entretenido procurar su compañía sólo para ver cómo se las ingeniará para torcer el curso de la conversación y señalar alguna de nuestras faltas, como un anti-piropo que improvisa con la espontaneidad que únicamente el odio irracional pero comedido puede otorgar.

Si el vínculo que les obliga a ser testigos de nuestra supervivencia dura lo suficiente, algo extraño sucede: al pensar en ellos sentimos algo parecido a la lealtad, pero distinto, un sentimiento de garantía, de presencia, de que uno puede contar con su servicio para resaltar nuestros límites y motivarnos a superarlos. Y además, que quede claro, no es intencional su aptitud para invitarnos a mejorar, sino que de tanto escuchar el tono sarcástico de las preguntas retóricas con las que nos increpa por funcionar dentro del rango normal y aceptado, nos lleva a reflexionar y preguntarnos si de verdad es este el mejor fruto que podemos cosechar, nos conduce a cuestionar cuántas creencias cargamos con convicción cándida que ya cortadas cultivarían crecimientos conscientes y colosales. La anáfora de su fastidio desencadena la aliteración de los miedos internos que nos mantienen mediocres, y el esfuerzo sobrehumano de contradecirlos nos empuja a hipertrofiar nuestra idoneidad. La lucha por superar su hostigamiento nos fortalece el ingenio, como mariposas que se defienden de su propio capullo para que sus alas sean después capaces de soportar su vuelo.

Allí donde el enemigo es un escalón sobre el cual se debe pisar firme y sin titubeo para superar las trampas que su psicopatía produce, el frenemigo es más como un pasamanos, un riel fiel del cual podemos sostenernos para entender la magnitud del ángulo en la subida. Un enemigo es un completo canalla, pero el frenemigo es sólo un necio de capirote.

Eso sí, nunca debe uno deteriorarse tanto que termine siendo el frenemigo de alguien más; es imprescindible ver que somos responsables de nuestra vida, y recriminarle a quien nunca nos ha dañado es una bobería inaceptable.

Pero agradezcamos a los frenemigos su servidumbre oscura, que son canarios en los túneles para los que ya somos muy grandes, y nos avisan cuando ya merecemos, y necesitamos, salir.

Saturday, October 5, 2024

De la vejez y la obsolescencia (2022)

En su novela corta “Profesión” (1957), Isaac Asimov presenta una distopía donde la gente es programada sin esfuerzo y, sobre todo, de manera obligatoria, con todas las destrezas y conocimientos necesarios para desempeñar sus ocupaciones; el héroe de la historia es alguien que, ante la falta de oportunidades para dicha formación automática, decide cometer el exabrupto impensable de estudiar y prepararse para el examen. La moraleja explícita del relato es que vale la pena superarse a sí mismo, y que, por lo general, las herramientas para esta superación se consiguen en la educación, en la ciencia, en los libros.

La primera vez que leí ese texto me sentí fácilmente identificado con Platen, el programador frustrado cuyos sueños resultan demasiado pequeños para sus capacidades reales, en especial por su cándida confianza adolescente en la validez del paradigma propuesto: si te esfuerzas mucho y estudias sin descanso, sin mirar para los lados, tendrás la recompensa de un trabajo satisfactorio y ganarás un sueldo que alcanzará para cubrir tus necesidades. Pero ahora, ya adulto, después de adquirir experiencia suficiente, me resulta más fácil identificarme con Treveyan, el vecino y rival que se enfrenta con la realidad súbita de que, a pesar de haber seguido todos los procedimientos y cumplido todos los requisitos, el conjunto de habilidades y conocimientos que tiene pertenecen a una época pasada, muy reciente, pero muy inválida ya.

La vigencia de mi utilidad se ha ido extinguiendo con un paso sostenido que no admite taima. Como Treveyan, seguí las reglas con las cuales me garantizaban –maestros, padres, gente mayor en general—un éxito duradero en el cual no tendría que sentir incertidumbre acerca de mi papel en el mundo, un final feliz de cuentos de hadas en el que la esfinge nunca preguntaría nada para lo cual no tuviese respuesta. Porque, al fin y al cabo, cada vez que uno sale a trabajar está respondiendo esa pregunta ominosa con la que cada adulto nos interroga apenas logramos entenderles: ¿Qué vas a hacer cuándo seas grande? Y es que, ahora que lo releo, creo que la semilla de la ansiedad que tortura al Treveyan dentro de mi pecho es la desafortunada homofonía entre ‘hacer’ y ‘a ser’.

Lo que voy a hacer es mucho más fácil de imaginar que lo que voy a ser. Porque lo que hago está mayormente bajo mi control, está sujeto a mi voluntad, tengo derecho a elegir las actividades que realizo. Pero lo que soy… lo que soy no lo decido yo. Lo que soy es una amalgama de cualidades que otras personas me atribuyen, basándose en mis actos, claro está, pero también en mis palabras y en las circunstancias que nos rodean y en las sensaciones corporales que sienten mientras la vida les pasa conmigo en la periferia. En el mejor de los casos, soy el promedio de las creencias y recuerdos que los demás tienen sobre mí. Entonces, a las puertas de mi laberinto, el monstruo quimérico no me pregunta cuántas patas tiene un animal en la mañana y en la noche, sino que me recibe con un espejo que me muestra que en el espacio existencial que yo ocupo, a fin de cuentas, no hay nada.

Hace año y medio comencé a aceptar mi envejecimiento: meses de conferencias en línea sentado frente a la computadora me revelaron debilidades en la espalda baja y en la jaula de las emociones. Mi deterioro físico y mental fue rápido y desesperante. He pasado semanas en las que no he logrado producir nada creativo porque el combo –à la Mortal Kombat—de un ataque de ansiedad despersonalizante y la incapacidad de moverme sin que un relámpago de dolor se me ramifique desde la columna lumbar hasta las costillas me impide hacer nada de servicio para la humanidad.

Estoy programado para caminar por avenidas bulliciosas y viajar en trenes subterráneos, para esquivar mototaxis y llegar temprano a la escuela y recibir a mis niños y pasar lista y enseñarles a resolver ecuaciones y a atarse los cordones de los zapatos y a recitar a Bécquer y su himno gigante y extraño y a cantar Amparito y la capital de Cojedes y estoy llorando mientras escribo esta vaina porque me estoy dando cuenta de que mi alma sigue insistiendo en vivir en Caracas, pero una Caracas que existió sólo entre 1998 y 2016 y se desmoronó bajo mis pies y me dejó sin hogar, sin referente, obsoleto.

Lo que yo iba a hacer, y lo que iba a ser, todo, se construyó, automáticamente y de manera obligatoria, sin esfuerzo, alrededor de Caracas como mi casa grande, hermosa, inmunda, gloriosa. Cada paso que dimos iba sintiendo la resonancia de los túneles del Metro vibrando bajo nosotros. Cada amigo, conocido y por conocer, cada novia, cada fracaso y cada victoria, estaban mapeados como un zodíaco epistémico que sólo tenía sentido en el ritmo de un latido que sonaba entre Petare y Caricuao, desde El Valle hasta El Hatillo.

Y es que Caracas, en el sentido del lugar que ocupa espacio en el mapa, sigue estando en el mismo sitio, pero esa ciudad de relojería escandalosa para la cual hacía falta la tuerca del conjunto de cosas que otros creen que yo soy no existe ya. No tenía derecho a existir por tanto tiempo. Cuando visité países vecinos y constaté el paso del ahora, noté diferencias abismales que me anunciaban su agonía: autobuses más modernos que los nuestros ya estaban prontos a ser desechados, un enjambre de muchachos con peinados diagonales dando vueltas en monopatines que para mi eran cosa de ciencia ficción, y profesionales con mirada segura, gente con oficios que tenían sentido en el organismo de sus ciudades, sin el nistagmo fugaz y tentativo de nosotros los sobrevivientes de la espantosa eficiencia procústica del narco-comunismo, ellos tenían ojos con la certidumbre de quien se sabe necesario.

He hablado con gente de más edad y más inteligencia que yo y me aseguran que no estoy viejo. Trato de ser terco y aferrarme a mi duelo por la juventud, pero la realidad les da la razón a ellos, me contradice y me acusa de exagerado, payaso, farandulero. Así me he dado cuenta de que lo que estoy es obsoleto, lo que hago es obsoleto, lo que siento es obsoleto, lo que soy es obsoleto. No vejez, sino obsolescencia.

Hace once meses estuve a punto de abrir la jaula del pecho para dejar volar las guacharacas, guacamayas y zamuros que me habitan, pero, afortunadamente, gracias a Maria Lionza, quizá, me topé con una cita de Cervantes que había memorizado y olvidado hacía mucho: “Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro si no hace más que otro”. Cerré la jaula y permití que las guacamayas y las guacharacas picotearan a los zamuros para callarlos. Y me di cuenta que no estoy obligado a seguir siendo eso de mí que es obsoleto ya, y que para ser más que ese otro que ya no tiene sentido sólo debo hacer más que él, y ganarme otra vez el sitio en el vagón apretujado de este tren de la existencia.